EL ADOLESCENETE, EL DISCURSO
DEL AMO (DEL MAESTRO?) Y EL DISCURSO DEL ANALISTA
Por Sonia Alberti.
Traducción de Clara Cecilia Mesa (Revisada por la autora)
Digo que la adolescencia es una elección del sujeto.
Él puede elegir atravesarla o no. La única forma de representarnos el sujeto
como responsable, en la contraposición que el psicoanálisis le impone a
la ideología psicojurídica del siglo XIX, es atribuirle una responsabilidad,
ejemplarmente pleiteada por Althusser, por la elección de su pathos.
En la más perfecta tradición freudiana, el sujeto
hace la elección sin darse cuenta de sus consecuencias. Elegimos la enfermedad, sea neurosis o
psicosis, sin contabilizar el precio que pagará por esa elección. Normalmente el sujeto se engaña, creyendo que
no pagará ningún precio pero la única manera de elegir sin pagar un precio
posterior es pagarlo a la salida.
Como elección del sujeto, la adolescencia implica
pagar el precio de la separación de los padres y asumir que el Otro está
tachado, está castrado. De este modo, no
es posible pensar la adolescencia sin referirse a la castración, pues el
trabajo que la caracteriza, es la tentativa de elaborar la castración de alguna
manera.
Los ritos iniciáticos, de los primitivos, al
piercing, pasando por el grafiti, son inscripciones culturales en el cuerpo del
sujeto y en su mundo que convierten [1] la
castración para dar cuenta de la angustia intrínseca en ella. El incremento de las identificaciones con el
otro, en fenómenos que van de la moda y del mayor o menor cuidado con el cuerpo
en las competencias grupales – deportes, grupos
minoritarios, juegos, salas de Chat, el Internet-, permiten a veces más, a
veces menos velar el hecho de que falta un significante en el Otro. La pasión y las diversas formas de amar, a su
vez intentan colmar la relación sexual imposible.
Si el neurótico realmente teme alguna cosa, explicó Freud,
esa “cosa” dice respecto a la castración del Otro, o sea, el teme que la falla en el Otro implique su
no sustentación como sujeto. Objeto de
estudio de varios de sus textos, la castración del Otro aparece bajo la noción
de “nostalgia del padre” en “El Porvenir de una Ilusión” [2]en
el cual Freud nos mostró qué tan importante es para el sujeto creer que hay
algo que lo soporta. Esa importancia sería
la razón de existir, por ejemplo de la religión, que le atribuye una
consistencia al padre.
Como digo en “La Vacilación de la pareja en la Adolescencia”[3]
texto originalmente presentado en Toulouse, la castración del Otro implica que,
en el fondo sólo lo simbólico es lo único que puede sustentar la existencia del
sujeto en el Otro. Como lo simbólico no
da cuenta de todo, como siempre falta un significante, falta también algo que
sustente el sujeto. Cuando falta la
sustentación simbólica, tenemos la psicosis.
Volveremos sobre eso.
La adolescencia es un trabajo de elaboración de la
falta en el Otro. Muchas veces, a pesar
de haber escogido hacer ese trabajo, el sujeto encuentra muchas dificultades y
puede acabar escogiendo la pereza. Dos
vicisitudes inmediatas: La cobardía y con ella la depresión; y la inhibición y
con ella normalmente la cobardía o el “meter los pies por las manos” Eh ahí
como un adolescente puede ser asistido: En la relación con los profesores o con
el psicoanalista.
PSICOSIS
En la Psicosis, la posición más radical que el sujeto
puede asumir es ciertamente la que Eugen Bleuler bautizo esquizofrenia, en la
cual, como dice Lacan, el sujeto está sin
el socorro de ningún discurso establecido. Si no hay ese socorro, falta también la dimensión
de llamado tan común en las multifacéticos “actuaciones” de nuestros adolescentes.
El sujeto
psicótico que tiene crisis en la edad en que normalmente los sujetos son
adolescentes está tan sometido al Otro que no tiene ni la menor idea de cómo un
día se podrá separar de él. Las
tentativas son tan variadas… y jamás resultan en una pista para una posible
salida. En “O surto esquizofrênico na
adolescencia”[4]
observé que normalmente son los propios padres que ya no soportan el estado en
que se encuentra su hijo y por eso buscan un analista. Es sorprendente, lo mucho que soportan hasta
que lo buscan o hasta que se preguntan
si allí no hay algo que trasciende los conflictos familiares normales de la
adolescencia[5]
Mientras que el adolescente hace un trabajo en vista
de la pérdida de la autoridad de los
padres, el sujeto psicótico no puede hacerlo en razón de la forclusión del
significante del Nombre del Padre que sustenta esa autoridad. En tanto el adolescente anclado en el
significante, elabora poco a poco la fragilidad de los revestimientos que le
atribuye a la autoridad durante toda su infancia, el psicótico no puede
elaborarla.
En
la imposibilidad de echar mano del Nombre
del Padre, en ese momento tan decisivo de la adolescencia, el sujeto procura restituirle la consistencia imaginaria a la
autoridad de los padres, razón por la cual, en la clínica de la esquizofrenia
en la adolescencia, observamos que el sujeto se somete con extrema facilidad a
la autoridad de los padres – o de quien los sustituye- cuando ya no sabe qué
hacer.[6]
Es por no tener esa referencia, por, como se dice en
lenguaje Lacaniano, el Nombre del Padre estar forcluido en la
psicosis, que esos sujetos permanecen en la dependencia de otra referencia
concreta, imposibilitados de hacer el trabajo de la adolescencia que conforme a
Freud, es el desasimiento de la autoridad de los padres. Ante la ausencia de esos padres sea por falta
de investidura, sea por exceso de trabajo o por el mismo abandono (hay además,
varias formas de abandono), el joven psicótico puede encontrar quien quiera
“hacer de cuenta” que los sustituye, con las más diversas intenciones. El actual lucro del tráfico de drogas,
ciertamente no es la única.[7]
Es el intento por restablecer alguna investidura y
alguna consistencia lo que hace que el sujeto psicótico le atribuya al otro,
alguna proximidad. Esta se dará, si
mucho en los moldes narcisistas y en el mejor de los casos, por preservar una gestalt
imaginaria, con todos los riesgos que la relación imaginaria conlleva. Hay casos en los cuales la investidura tiene
una única finalidad: incrementar el goce del cuerpo que , aún así estará
siempre a merced del goce del Otro. En
la experiencia invasora del cuerpo, presente tanto en la hipocondría
melancólica – tal como fue descrita por Cotard- como en el despedazamiento esquizofrénico, el
cuerpo deja de ser propio, él es del Otro.
En la esquizofrenia, el “Otro toma cuerpo” haciendo presente una
alteridad que goza en la economía pulsional del sujeto; en el que la pulsión,
sin pasar por otro objeto, retorna directamente sobre ese cuerpo. Preso en esa economía, cuya experiencia, cada
día se torna más invasora y terrible, la necesidad por un punto de basta es también cada vez más
insoportable. Es el momento en el cual presenciamos
el pasaje al acto en las psicosis.
ASISTENCIA
Propongo que el psicótico puede ser atendido tanto
por los maestros como por el psicoanalista.
Diría más, esas propuestas si bien son muy diferentes, no son
excluyentes. Ambas pueden ser encontradas
en la obra de Freud. El maestro y el
adolescente fueron trabajados por él una conferencia en conmemoración del
aniversario de su Colegio, y en su análisis de “El despertar de la
Primavera”[8]
, de Frank Wedekind. Más allá de eso,
entre los casos que fundamentaron la técnica psicoanalítica, uno de los más
importantes se basa en el trabajo con una adolescente: el Caso Dora.
Lo que distingue particularmente el maestro del
psicoanalista es la posición que cada uno toma frente al sujeto
adolescente. Esa posición fue estudiada
por Jacques Lacan, sobretodo a partir de “El seminario, libro 17: El Reverso
del Psicoanálisis (1969-1970), en el
cual propone la existencia de cuatro discursos que hacen lazo social, entre
ellos, el discurso del amo y el discurso del analista. En el discurso del amo, el agente es el S1;
en el discurso del analista, el agente es el objeto “a”. es toda la diferencia: Cuando el objeto “a” es el agente , el otro
es un sujeto, y es como tal que el analista se dirige al adolescente, para
hacerlo hablar y hacerlo producir su propia determinación: descubrir su
inconsciente y verificar lo que determina su sufrimiento, a fin de descubrirse
como sujeto deseante. Cuando el agente
es S1, conforme al modelo hegeliano, el otro es esclavo y debe trabajar en pro
del amo satisfaciendo sus deseos y demandas.
El texto de Frank Wedwkind ya nos dio la oportunidad de verificarlo.
Hay dos leyes posibles de ser transmitidas por la
escuela: La vehiculizada por la función paterna tachando el deseo del Otro, o
sea la ley que castra al Otro, y la ley de pura interdicción, que no sustenta
al sujeto deseante, sino que lo tiraniza, exigiéndole que trabaje y deje su
propio deseo para después. Es esa
segunda forma de la ley que aparece en el texto de Wedekind, en la descripción
de la experiencia del personaje Moritz:
Melchior- Yo sólo quería
saber por qué es que la gente vino a
parar a este mundo
Moritz: - Para ir al Colegio.
Yo preferiría ser un burro de carga a ir al Colegio! Para qué vamos al Colegio? Para hacer los
exámenes! Y para qué los exámenes? Para ser dejados caer[9]
Esto nos apunta a la relación posible entre el
maestro y el alumno como semejante a aquella de la que Schreber habla cuando
dice que no importa lo que haga, Dios
podrá dejarlo caer en cualquier momento.
Dios es para Schreber un Otro omnipotente y sin límites, una autoridad
absoluta, el Otro no tachado. Ese Otro
sin límites es, en el caso de Moritz, el profesor, que no se inmuta con
cualquier llamado del alumno, destituyéndolo como sujeto. Fue sobre eso, de hecho, que Freud habló en
su contribución al Simposio sobre el Suicidio en la Sociedad Psicoanalítica de
Viena en 1910[10],
al indicar que los maestros se deberían ocupar más en darle apoyo a los alumnos a partir del lugar de la
función paterna. No es desde ese lugar
que actúan los profesores de Moritz. Al
contrario, ellos los dejan caer, y él se suicida.
La palabra del padre de Moritz, rechazando el hijo en
la ceremonia de su entierro, confirma esa hipótesis. Él dice, con la voz embargada por las
lágrimas: “El muchacho no era mío, el muchacho no era mío, desde pequeño no me
agradaba ese muchacho” En vez de la
función de soporte que el padre asume en
el momento en que barra la madre diciendo: “El muchacho también es mío y por lo
tanto usted no puede hacer con él lo que usted quiera”, el padre de Moritz
escoge no ejercer la ley que abrirá para su hijo el camino para el deseo; la
única cosa que quería es que el hijo estudiase para realizar lo que él no
conseguiría.
Otro pasaje de la pieza denuncia la manera por la cual la ley de la
pura interdicción masacra al muchacho, que, sin saber como escapar de ese Otro
avasallador, comienza a engañarse él mismo:
Moritz: - Ellos van a tener que
reprobar siete. En el grupo del año que viene
sólo caben 60 alumnos
[...]
Moritz: - Yo pasé Melchior, yo
fui aprobado, yo pasé [En realidad, Moritz no pasó]
Lämmermeier: - Usted no debe
tener derecho!
Sacando a los otros, con usted y Ernst la clase queda con 61 alumnos y el
número de cupos vacantes es de 60.
Moritz: - Es por eso que yo demoré! Allá estaba escrito
que nosotros dos pasaríamos con una condición:
En el primer semestre ellos van a escoger quien se va a quedar. O él o yo.
Desgraciado del Robel! Desgraciado! Ahora, yo juro: no tengo ningún
miedo.
Lämmermier: - La vacante va a
quedar con él, apuesto cinco marcos!
El concurso por una vacante en
una clase superior destituye subjetivamente al alumno, que entra en total
angustia y pasa a negar la situación. Es
tal la angustia frente a la destitución subjetiva que, en el caso de Moritz el
yo se afirma en un movimiento megalomaníaco de omnipotencia ante la posibilidad
de la pérdida narcisista. El sujeto
puede o no montar tales defensas. En el caso en que su recurso a la metáfora
paterna sea escaso, el sujeto es ahí
capturado en la irrealización, a través de
la ley salvaje de la competencia que la escuela de la pieza adopta del
mundo del mercado En el caso de Moritz
frente a esa pérdida – pues en la realidad él
efectivamente no pasó el año – no le queda otra alternativa sino el suicidio.
Es muy distinta la educación como acto de amor, que
también puede ser verificada en el caso de Moritz. La Señora Gabor, madre de Melchior, el mejor
amigo de Moritz, fue siempre muy amable con él.
Cuando Moritz se ve dejado caer, aún tiene la idea de pedirle a la
señora Gabor una ayuda financiera para huir hacia los Estados Unidos, pero ella
no lo puede ayudar, pues ella identificada como todas las madres, cree en la
posibilidad de que Moritz pueda resolver sus cosas con sus padres.
Sra Gabor: -[ ... ] Si yo
procediese de esa manera estaría cometiendo el mayor error que jamás se podría
imaginar, yo le estaría dando medios para
que usted cometiera un acto de irreflexión lleno de consecuencias. Sería injusto de su parte Moritz, si usted
viese en mi actitud cualquier señal de desprecio, pero por favor, mi amigo,
entienda, muy al contrario, mi actitud es un acto de amor[...] Usted escribió
que si su huida no fuera posible su única alternativa sería el suicidio! Escribiendo eso, indirectamente, usted me
está amenazando!
Con esas palabras la Sra. Gabor muestra como se
identifica subjetivamente con aquel a quien Moritz le dirige su llamado, a punto de hablar de amor en el momento en
que Moritz solicita a un Otro que no esté narcisistamente, al menos una vez, en
el camino de su propio deseo. El amor,
aquí como en tantas otras veces, no es el que implica un don, sino, el amor
narcisista de la Sra Gabor que se otorga
el derecho de saber mas sobre Moritz que
lo que sabe él mismo. Una señora que se hinchó narcisistamente frente al hecho
de haber sido elegida por el joven como aquella a quien debía dirigir su
demanda de ver franqueada la vía del deseo.
Pero una vez el texto de Wedekind revela las falacias
que pueden estar implicadas en la relación del adolescente con el maestro
(amo): la creencia en el amor. En el
caso del analista, lo mínimo que se podría esperar sería un “hábleme más sobre
eso” provocando el sujeto para la subjetivación de su propia pregunta.
El Sr. Gabor es muy diferente a su esposa: Cuando se
trata de su propio hijo, su actitud es un ejemplo de lo que en 1956 Lacan llamó
“el amor como un don”[11]
Sr. Gabor: [Hablando con su esposa después de que
Melchior ha sido descubierto y, por tanto, expulsado de la escuela por sus
actitudes] – Durante 14 años vengo observando sus métodos modernos de educación
sin decir ni una palabra. 14 años y yo
nunca dije nada [... ] Un niño no es un
juguete! El niño merece de nuestra parte una atención más sagrada! [...] Ahora
lo único que yo quiero hacer es remediar el daño que nosotros, usted y yo le
hicimos a nuestro hijo! [...] si quisiéramos mantener por lo menos una luz de
esperanza y si, además de todo quisiéramos tener la conciencia tranquila como
padres responsables por un hijo acusado de criminal, nos llegó el momento. Es hora de tomar una actitud. Necesitamos tener seriedad, de una vez por
todas. [...] Por lo menos una vez en la vida, olvídate de ti y pon a tu hijo en
primer
Se trata aquí del amor como don, de olvidarse de si
para sostener al otro, función del padre
para el sujeto (cf. Seminario 4 de Lacan), lo que es totalmente diferente
de la actitud del amor narcisista identificado en el discurso de la Sra Gabor
cuando se dirigía a Moritz. Con el amor como don, el padre de Melchior se
implica y, por eso, sabe que tendrá que perder alguna cosa. Ese padre asume la función paterna de
sostener a su hijo tachando a la madre, que como él mismo dice en otro momento
del texto, se ve en el muchacho. Ese padre,
lejos de eso, se presenta dividido sufriendo por la posición que se ve obligado
a tomar como padre, una posición que no tomara como debería, mostrando que
falló, que tanto él como su esposa le hicieran mal a su hijo.
Hay por tanto dos posiciones en juego: la ley del
padre que “necesita tener seriedad, tomar una actitud para poder tener la
conciencia tranquila” y el deseo de la madre, que se identifica con Melchior,
que lo quiere reflejado en ella. Sin
embargo, es la actitud del Sr. Gabor la
que le abre a Melchior la posibilidad de
encontrar al hombre enmascarado, personaje de Wedekind que Lacan identificó con uno de los Nombres del Padre
de los cuales Melchior se podrá servir.
En efecto, en su prefacio a la edición francesa de la
pieza, Lacan dice que el Hombre de la Máscara es el Nombre del Padre de Melchior, pero el nombre
como ex – sistencia, el semblante por excelencia- “[...] solamente la máscara
existirá en el lugar vacío”[12].
El Hombre de la Máscara le recomienda a Melchior que
le deje de atribuir tanta significación a los hechos ocurridos y que se tome una sopa bien caliente para que
se sienta mejor. La primera función del
Hombre de la Máscara es vaciar de sentido las escenas de los últimos meses y garantizar que ese vaciamiento no haga que
Melchior pierda todas sus referencias, puesto que él, el Hombre de la Máscara,
estará siempre a su lado, para acompañarlo.
En otras palabras, él apunta que
la función del padre operó pero eso no lo implica en el lugar del padre. El Hombre de la máscara no es el padre, pero
el resto de significante del padre que
le permite a Melchior una referencia simbólica, que, aún así, alude a un más
allá del padre. Cuando el Hombre de la Máscara seduce a Melchior a conocer el
mundo, como Mephisto para Fausto, él asume esa forma híbrida a la cual hace
referencia Lacan al mostrar la asociación entre EL Hombre de la Máscara y La
Mujer como versión del padre. La Otra
para siempre en su goce.
El habla terapéutica:
Hombre de la Máscara: -[...] Yo te quiero abrir las
puertas del mundo. Tu quieres? Tú estás asustado, completamente perdido, pero
eso pasa. Tú estás en un estado
lamentable, con una cena caliente en el estómago, te reirás de eso.
Es en ese punto que encuentro el campo de
intersección entre el discurso del amo y el discurso del analista. El analista tampoco es el padre, y si él no
se mantiene al lado del sujeto para siempre, como hace el Hombre de la Máscara,
es sólo porque puede convocar el sujeto a elaborar su travesía para ir más allá
del padre, sirviéndose de él, dejando
caer al analista, en el movimiento inverso de aquel que identificamos en el
sujeto, sujetado al discurso del amo.
Pero no siempre eso es franqueado al analista: es posible que, como se
dan en las psicosis, el sujeto no se pueda servir del padre. Incluso, en ese contexto, sin embargo, su lugar será diferente del lugar ocupado en
el discurso del amo.
[1] Convierten (la idea es utilizar la misma palabra que la del síntoma histérico
porque se pretende enfatizar que estas inscripciones en las gestalten son análogas
a las conversiones histéricas Sugerencia de traducción de la autora
[2] FREUD, Sigmund. “Die Zukunft einer Illusion”. In Studienausgabe, vol. IX.
Frankfurt: S. Fischer,
1972. Cf. También FREUD, Sigmund. “Zur Psychologie des
Gymnasiasten” (1914). In Studienausgabe, vol. IV, idem.
Ver en Español : FREUD,
Sigmund, en Obras Completas « El Porvenir de una Ilusión”, Vol III y
« La Psicología del Colegial” en Vol II En Editorial Biblioteca Nueva.
[3] ALBERTI, Sonia. “Vacillation du sujet
dans l’adolescence”, Trèfle - Bulletin de
L’Association Freud avec Lacan, n. 2. Toulouse, 1999,
p. 63-79
[4] ALBERTI, Sonia (org.) Autismo e
Esquizofrenia na clínica da esquize.
Río de Janeiro: Ríos Ambiciosos, 1999.
[5] ALBERTI, Sonia. Esse Sujeito Adolescente. (1996) Rio de Janeiro: Rios Ambiciosos, 1999, pag. 119.
[6] ALBERTI, Sonia. Esse
Sujeito Adolescente. Idem, pag. 123.
[7] (¿explico
para acrecentar al texto:) de esas otras intenciones. Como pudo observar en un
trabajo presentado en 1999 en jornada del Centro Minero de Toxicomanía
intitulada “Psicóticos e adolescentes: por que se drogam tanto?”, innumerables
casos de adolescentes toxicómanos muestran como el trafico pudo aprender a
servirse de las psicosis justamente porque el sujeto psicótico busca a un otro
que tiene una consistencia.
[8] WEDEKIND, Frank. L’éveil du printemps (1891). Paris:
Gallimard, 1974.
[10] FREUD, Sigmund. “Suicide in
childhood” (1910). In Minutes of the
Viena Psychoanalytical Society. New York: International University Press
Inc., 1967. Vol. II.
[11] LACAN, Jacques. . (1956-7). Le Séminaire, Livre IV: La relation d’objet. Paris : Seuil, 1994.
[12] LACAN, Jacques. (1974) . “Préface à L’évil du printemps”. Autres écrits. Paris, Seuil, 2001,
p.561-4.